¿Cuál es el fondo del conflicto con las FARC?
¿Valores o conveniencia?
Jorge G. Castañeda
5 Mar. 08 - Diario La Reforma
Resulta imposible por ahora saber si la crisis de estos últimos días entre Ecuador, Colombia y Venezuela terminará en algo más que la fatigada retórica latinoamericana. Pero lo que sí sabemos desde ahora permite adentrarnos en una reflexión más general sobre una tarea pendiente de la izquierda en América Latina (y México) que se puede resumir en términos freudianos: le retour du (de la revolution) réfoule(e).El gobierno de Colombia realizó lo que se llama una misión de "search and destroy" contra un campamento de las FARC en territorio ecuatoriano, a unos 2 kilómetros de la frontera. No hubo combate aparente, aunque es posible que haya soldados heridos. Difícilmente se puede calificar la acción como "persecución en caliente" y todo indica que el objetivo era el aniquilamiento, no la captura, de los integrantes de las FARC. Es muy probable que el Ejército colombiano actuara a partir de un pitazo de militares ecuatorianos molestos con la postura del presidente Correa, o de infiltrados dentro de las FARC o de Estados Unidos. De todo esto no parece existir mayor duda.También sabemos que el campamento era un santuario, o retaguardia, donde los guerrilleros se sentían tan seguros que dormían como los captaron las escalofriantes fotos del lugar destruido, y tanto que podían guardar computadoras y documentos comprometedores. Resulta verosímil que dicha seguridad de las FARC sólo pudiera provenir de un acuerdo, al menos tácito y probablemente explícito, entre las FARC y el gobierno ecuatoriano, directo o vía interpósita persona chavista.Estamos entonces frente a dos violaciones a la sacrosanta soberanía nacional, pero también frente a un dilema mucho más interesante. Desde tiempos casi inmemoriales (Sandino en México bajo Calles, los Castro y el Ché en México bajo Ruiz Cortines, el exilio cubano desde Miami, Guatemala y Nicaragua, los sandinistas y el FMLN en México bajo López Portillo, la Contra nicaragüense desde Honduras y prácticamente todos los alzados latinoamericanos en La Habana durante el último cuarto de siglo), grupos de una ideología u otra usan el territorio de ciertos países para lanzar expediciones tendientes a derrocar a su propio gobierno. Lo hacen prácticamente siempre con el consentimiento del gobierno del país en el que se encuentran, si no es que con su apoyo. En algunos casos esos grupos (unos los llaman revolucionarios, otros "freedom fighters" y otros terroristas) han recibido reconocimiento formal del gobierno que los acoge.México le ha extendido a varias organizaciones político-militares de izquierda un reconocimiento más o menos formal y un relativo santuario en territorio nacional desde hace ya 30 años. Los más destacados fueron el FSLN entre 1977 y 1979 bajo el impulso de Reyes Heroles, Roel, funcionarios de la Cancillería y de Castañeda y Álvarez de la Rosa al final, bajo la Presidencia de López Portillo; al FMLN sobre todo a partir de 1980 y hasta la firma de los Acuerdos de Chapultepec en 1992, bajo el impulso de Castañeda y Álvarez de la Rosa y del que escribe, también bajo la Presidencia de López Portillo; y a la URNG guatemalteca en menor medida a principios de los ochenta. Se coqueteó con el M-19 hasta el asalto al Palacio de Justicia en Bogotá y con las FARC hasta 2002 cuando fueron expulsadas de México por Fox y el que escribe. La relación política siempre ha sido distinta a la negociación llamada humanitaria, el gobierno de Fox negoció la liberación de dos rehenes mexicanos en 2001-2002 con las FARC sin confundir esa negociación con una relación política, salvo cuando el gobierno colombiano lo pedía.Pero hay grandes diferencias entre la situación de los Castro en los cincuenta, del FSLN en los sesenta o del FMLN en los ochenta, con la situación de las FARC hoy y la desenfrenada búsqueda de reconocimiento internacional realizada para ellos por Chávez y La Habana. Estas diferencias son las que la izquierda latinoamericana nunca ha querido hacer explícitas y que hoy la han colocado en una situación dramática.En primer lugar, las FARC no son una guerrilla como las otras: practican sistemáticamente -lo que se ha demostrado decenas de veces y recientemente con la investigación de John Carlin publicada en El País- la producción, procesamiento y tráfico de drogas, el secuestro como medio de financiamiento y el reclutamiento forzoso de "niños soldado" (ver informe de HRW de 2003).Todas las guerrillas cometen excesos, pero las FARC sólo cometen excesos: éstos son su regla, no la excepción. Y además las FARC nunca han atendido sugerencias de sus aliados de que moderen sus excesos o de preferencia los eliminen.Segunda diferencia: la dictadura militar salvadoreña, los Somoza y la dictadura de Batista eran eso: regímenes represores y violentos y no existían otras aparentes vías de lucha. El gobierno de Uribe quizás no sea tan respetuoso de los derechos humanos como es deseable, pero tan existen otras formas de lograr otros objetivos que el Polo Democrático, una organización de izquierda con miembros afines a las FARC, es la segunda fuerza y gobierna su capital. Así, ninguna de las tres condiciones que han imperado en otras coyunturas aplican hoy para las FARC.México, América Latina y la izquierda latinoamericana agrupadas en instancias como el Foro de Sao Paulo debieran aquilatar esta diferencia: apoyar a las FARC es apoyar al hampa contra un gobierno democrático. De no hacerlo podrán quedar en la situación ambigua de dos mexicanos no precisamente de a pie: Calderón que quiere mediar entre un amigo y un desconocido -entre valores y conveniencia; y Andrea Morett que trágicamente confundió la lucha contra las cuotas en la UNAM con la lucha por el narco.
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