Mujeres que duelen (2)
"La diosa Iris vuela hacia Helena y la encuentra en su palacio tejiendo un gran paño para un manto con bordados que representan el combate de los troyanos y los aqueos protegidos con bronce. Iris dice a Helena: Ven acá y advierte la actitud de troyanos y aqueos. Antes se mostraban apasionados por la guerra; ahora se sientan en silencio, plantadas en el suelo las largas lanzas. Paris y Menelao van a luchar por ti y serás la esposa del vencedor"
La Iliada, libro mágico de Homero que relata las desventuras de los trágicos héroes griegos y troyanos en el siglo XII A.C., comienza con los barcos griegos ya encallados en la costa cercana a Troya y en el pleno desarrollo del asedio de 10 años que le hicieron los reyes aqueos y sus ejércitos a esta ciudad. En ese marco, el relato describe el incidente que marcará por unos cuantos años la evolución de esta guerra: el atrida rey de reyes, Agamenón, infringe una ofensa imperdonable al más poderoso guerrero griego, el pelida Aquiles, al arrebatarle a Briseida, trofeo de guerra más preciado por el semidivino guerrero mirmidon. Por este motivo, Aquiles, hijo de Peleo y de la diosa Tetis, se retirará del combate permitiendo la prolongación del conflicto.
En este asedio intervienen no solo los mortales guerreros sino que también las a menudo veleidosas divinidades que inclinarán cada una de las batallas hacia uno u otro bando. Esta guerra se habría originado en una pugna comercial entre la poderosa Troya y la federación de ciudades griegas, ya que Troya, emplazada estrategicamente en el Asia Menor, dominaba el Helesponto (actual estrecho de los Dardanelos) y el acceso de las naves y el comercio hacia el Mar Negro. Su detonación habría sido producto del secuestro de Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, hermano de Agamenón, el más poderoso de los reyes helénicos, por parte de Paris, hijo del rey de Troya.
No obstante, auscultando más detenidamente la historia me gusta más la hipótesis que señala que la verdadera causa de la Guerra de Troya no fue la disputa entre griegos y troyanos por el control de las rutas marítimas hacia el oriente. Ni siquiera su estallido habría sido provocado por la ira de Menelao y la solidaridad de su hermano, el rey Agamenón, ante el tormentoso enamoramiento y la posterior huída de Helena con el hermoso Paris (cuyo nombre significa, paradójicamente, “casado con la muerte”). No, la cadena de acontecimientos épicos y fatales de la mítica guerra se habría desencadenado en un punto mucho más sutil e impensable: el imponente anciano monarca de la gran Troya, el Rey Príamo, padre del único héroe cien por ciento humano de esta guerra, el admirable Héctor, y del inefable (y envidiable) Paris y tío de Eneas, quién afortunadamente escapó a salvo de la guerra para protagonizar la “Eneida” de Virgilio, sucumbió ante el encanto de la misma Helena. ¿Quién se iba a imaginar que en un instante insignificante del tiempo se torcería la historia de la antigua potencia asiática, por una razón humana y no por el arbitrio, habitualmente antojadizo, de los dioses? Lo cierto es que Príamo se encadiló e hizo a su ciudad amurallada, la inexpugnable Ilión, perderse para siempre en la arena, cuando sentado en su trono y en presencia de su corte, vio abrirse las pesadas puertas del gran salón del palacio y entrar y desplazarse como suspendida en una nube a la hermosa Helena, aparición centellante, con sus ojos almendrados y mirada desquiciante, con su cuello esbelto y hombros perfectos que se distinguían en parte entre sus bucles castaño claros, descalza, caminando lentamente al son de las pequeñas campañillas de su falda y con los pechos descubiertos, a la impúdica usanza griega de la época, coronados por unos pezones sublimes pintados de oro.
Así se inició la tragedia. El punto es que si los relatos de esta historia son ciertos queda inmediatamente flotando la pregunta: amigos míos ¿quién de ustedes (o más bien de nosotros) podría juzgar a Príamo? ¿Habrían sido capaces de devolverle a Menelao, envuelta en un trapo, la cabeza de su hermosa pero infiel y trasgresora esposa para lavar la afrenta? ¿Habrían permitido que desapareciera de un hachazo, literalmente, tanta belleza, arriesgándose a padecer para siempre de la enfermedad del arrepentimiento? De hecho así lo sugerían las costumbres de la época como casi exclusiva vía para aplacar la irá de los griegos, salvar en lo que se pudiera la dignidad del esposo engañado y eliminar la excusa que tenía Agamenón para declarar la guerra al enemigo comercial número uno.
Definitivamente Helena se ha ganado un espacio preponderante en el largo listado de mujeres que solo por su existencia, gracias a la providencia o al destino, han provocado dolor carnal (del que surge del castigo físico y del que proviene del lacerante deseo) y muerte.
En este asedio intervienen no solo los mortales guerreros sino que también las a menudo veleidosas divinidades que inclinarán cada una de las batallas hacia uno u otro bando. Esta guerra se habría originado en una pugna comercial entre la poderosa Troya y la federación de ciudades griegas, ya que Troya, emplazada estrategicamente en el Asia Menor, dominaba el Helesponto (actual estrecho de los Dardanelos) y el acceso de las naves y el comercio hacia el Mar Negro. Su detonación habría sido producto del secuestro de Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, hermano de Agamenón, el más poderoso de los reyes helénicos, por parte de Paris, hijo del rey de Troya.
No obstante, auscultando más detenidamente la historia me gusta más la hipótesis que señala que la verdadera causa de la Guerra de Troya no fue la disputa entre griegos y troyanos por el control de las rutas marítimas hacia el oriente. Ni siquiera su estallido habría sido provocado por la ira de Menelao y la solidaridad de su hermano, el rey Agamenón, ante el tormentoso enamoramiento y la posterior huída de Helena con el hermoso Paris (cuyo nombre significa, paradójicamente, “casado con la muerte”). No, la cadena de acontecimientos épicos y fatales de la mítica guerra se habría desencadenado en un punto mucho más sutil e impensable: el imponente anciano monarca de la gran Troya, el Rey Príamo, padre del único héroe cien por ciento humano de esta guerra, el admirable Héctor, y del inefable (y envidiable) Paris y tío de Eneas, quién afortunadamente escapó a salvo de la guerra para protagonizar la “Eneida” de Virgilio, sucumbió ante el encanto de la misma Helena. ¿Quién se iba a imaginar que en un instante insignificante del tiempo se torcería la historia de la antigua potencia asiática, por una razón humana y no por el arbitrio, habitualmente antojadizo, de los dioses? Lo cierto es que Príamo se encadiló e hizo a su ciudad amurallada, la inexpugnable Ilión, perderse para siempre en la arena, cuando sentado en su trono y en presencia de su corte, vio abrirse las pesadas puertas del gran salón del palacio y entrar y desplazarse como suspendida en una nube a la hermosa Helena, aparición centellante, con sus ojos almendrados y mirada desquiciante, con su cuello esbelto y hombros perfectos que se distinguían en parte entre sus bucles castaño claros, descalza, caminando lentamente al son de las pequeñas campañillas de su falda y con los pechos descubiertos, a la impúdica usanza griega de la época, coronados por unos pezones sublimes pintados de oro.
Así se inició la tragedia. El punto es que si los relatos de esta historia son ciertos queda inmediatamente flotando la pregunta: amigos míos ¿quién de ustedes (o más bien de nosotros) podría juzgar a Príamo? ¿Habrían sido capaces de devolverle a Menelao, envuelta en un trapo, la cabeza de su hermosa pero infiel y trasgresora esposa para lavar la afrenta? ¿Habrían permitido que desapareciera de un hachazo, literalmente, tanta belleza, arriesgándose a padecer para siempre de la enfermedad del arrepentimiento? De hecho así lo sugerían las costumbres de la época como casi exclusiva vía para aplacar la irá de los griegos, salvar en lo que se pudiera la dignidad del esposo engañado y eliminar la excusa que tenía Agamenón para declarar la guerra al enemigo comercial número uno.
Definitivamente Helena se ha ganado un espacio preponderante en el largo listado de mujeres que solo por su existencia, gracias a la providencia o al destino, han provocado dolor carnal (del que surge del castigo físico y del que proviene del lacerante deseo) y muerte.